La periodista del NY Times en un momento de su exhaustiva investigación sobre la carrera de Bob Dylan
Julio Valdeón Blanco publica en EFE EME una contundente contestación a Maureen Dowd y su gili-artículo criticando a Dylan por no cantar Blowin' y los tiempos están cambiando en Pekín.
Tiene un acertado título: 50 años sin entender a Bob Dylan
Leo y suspiro. Ay, la ingente cantidad de bobadas escritas tras los conciertos ofrecidos por Bob Dylan en China y Vietnam. Los guardianes del cementerio lo acusan de obviar dos de sus canciones protesta, ‘The times they are a-changin” y ‘Blowin’ in the wind’, de permitir que el gobierno chino censure su repertorio, de deshonrar la memoria de un cancionero, dicen sin rubor, escrito durante la guerra de Vietnam (¡!). No parece fácil amontonar tanta palabrería. Necesitas desconocer las coordenadas básicas de un creador fundamental. Nuestros intelectuales, autoridades académicas, etc., consideran las artes nacidas y/o consolidadas en el XX, cine, música rock, etc., acordes menores frente a los entrañables gigantes, ya saben, literatura, pintura, escultura, etc. Simpáticas curiosidades que nunca merecerán reseña fuera del tópico ni mucho menos hueco curricular. Lo presupones, melancólico, en España, donde apenas cuatro vindican a gente tan valiosa como Lone Star, Los Brincos, Burning, la Banda Trapera del Río o Vainica Doble, donde José Ignacio Lapido se ve obligado a recurrir a la autoedición y Julio Iglesias pasa por ser la versión castiza de Frank Sinatra, redimido incluso en libros con pretensión canónica, y claro, no. Asunto distinto es que una columnista estadounidense, con el bagaje musical que les intuyes, diga Bob-Dylan-debería-de-seguir-con-la-canción-protesta. Relacionada-con-Vietnam. Que lo diga y siga, tachín, tachán, taaan ancha.
Veamos. ¿Qué pasma más? ¿La desfachatez de Maureen Dowd, del “New York Times”, cuya pieza, ‘Blowin’ in the idiot wind’ merece quedar como prototipo de inteligencia sodomizada? ¿O acaso la sonrojante declaración de una Sophie Richardson, de Human Rights Watch, al largar: “Imaginen que el Tea Party en Idaho le dijera no puedes tocar esto”?
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Qué triste, qué cutre, qué miopía la de quienes, incapaces de emocionarse, inmunes eunucos a las exploraciones de Shakespeare por los confines del corazón humano, solicitan al bardo méritos ajenos a la dramaturgia. La influencia política y sociocultural de Dylan, siempre lejos del subrayado electoral, no pueden, no logran entenderla. Tampoco aprecian, valiente pijada, que haya compuesto más de seiscientas canciones. Que hermanara a Hank Williams con Eliot. Que explorase el blues sin escafandra. Que enseñara al folk a buscar materiales en lo contemporáneo. Que dislocara los géneros clásicos para forzar su evolución al tiempo que expandía su campo de batalla. Que fuera bohemio y juglar. Cronista del alma y arrabales. Predicador. Poeta. Rockero y bailarín. Hijo o hermano de Dante, Twain, Louis Armstrong, Picasso, Lorca, Charley Patton, Miles Davis o Kurosawa.
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Leo y suspiro. Ay, la ingente cantidad de bobadas escritas tras los conciertos ofrecidos por Bob Dylan en China y Vietnam. Los guardianes del cementerio lo acusan de obviar dos de sus canciones protesta, ‘The times they are a-changin” y ‘Blowin’ in the wind’, de permitir que el gobierno chino censure su repertorio, de deshonrar la memoria de un cancionero, dicen sin rubor, escrito durante la guerra de Vietnam (¡!). No parece fácil amontonar tanta palabrería. Necesitas desconocer las coordenadas básicas de un creador fundamental. Nuestros intelectuales, autoridades académicas, etc., consideran las artes nacidas y/o consolidadas en el XX, cine, música rock, etc., acordes menores frente a los entrañables gigantes, ya saben, literatura, pintura, escultura, etc. Simpáticas curiosidades que nunca merecerán reseña fuera del tópico ni mucho menos hueco curricular. Lo presupones, melancólico, en España, donde apenas cuatro vindican a gente tan valiosa como Lone Star, Los Brincos, Burning, la Banda Trapera del Río o Vainica Doble, donde José Ignacio Lapido se ve obligado a recurrir a la autoedición y Julio Iglesias pasa por ser la versión castiza de Frank Sinatra, redimido incluso en libros con pretensión canónica, y claro, no. Asunto distinto es que una columnista estadounidense, con el bagaje musical que les intuyes, diga Bob-Dylan-debería-de-seguir-con-la-canción-protesta. Relacionada-con-Vietnam. Que lo diga y siga, tachín, tachán, taaan ancha.
Veamos. ¿Qué pasma más? ¿La desfachatez de Maureen Dowd, del “New York Times”, cuya pieza, ‘Blowin’ in the idiot wind’ merece quedar como prototipo de inteligencia sodomizada? ¿O acaso la sonrojante declaración de una Sophie Richardson, de Human Rights Watch, al largar: “Imaginen que el Tea Party en Idaho le dijera no puedes tocar esto”?
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Qué triste, qué cutre, qué miopía la de quienes, incapaces de emocionarse, inmunes eunucos a las exploraciones de Shakespeare por los confines del corazón humano, solicitan al bardo méritos ajenos a la dramaturgia. La influencia política y sociocultural de Dylan, siempre lejos del subrayado electoral, no pueden, no logran entenderla. Tampoco aprecian, valiente pijada, que haya compuesto más de seiscientas canciones. Que hermanara a Hank Williams con Eliot. Que explorase el blues sin escafandra. Que enseñara al folk a buscar materiales en lo contemporáneo. Que dislocara los géneros clásicos para forzar su evolución al tiempo que expandía su campo de batalla. Que fuera bohemio y juglar. Cronista del alma y arrabales. Predicador. Poeta. Rockero y bailarín. Hijo o hermano de Dante, Twain, Louis Armstrong, Picasso, Lorca, Charley Patton, Miles Davis o Kurosawa.
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