Enlace al artículo de José Luis Villacañas en Levante-emv.com titulado Brecht, el guionista, en el que recuerda la impresión que le causó a un joven Dylan asistir a una obra de Brecht en el Village. Se nota que Villacañas es buen lector y ha disfrutado de El ruido eterno de Alex Ross
Alguien dijo una vez que era muy difícil jugarse la vida en los campos de batalla en defensa de un Estado que Bertold Brecht había desprestigiado de forma irreparable al identificar a sus dirigentes políticos con mafiosos. ¡Pobre Brecht! Al parecer, él era el culpable de no respetar la gloria del dirigente infalible del Estado, heredero de otras infalibilidades. Lo pagó caro. Huyendo de los nazis, llegó a Estados Unidos y se puso en la cola de la inmigración. Cuando el delegado de fronteras le tomó el nombre y le preguntó qué sabía hacer, sólo se le ocurrió decir que era guionista. Lo era. Con el tiempo, un confuso adolescente llamado Bob Dylan escuchó en un teatro neoyorkino a la misma Lenya cantar Pirate Jenny, la Canción del pirata de su Ópera de tres peniques y le inspiraría una de sus primeras canciones, Los tiempos están cambiando. ¡Pobre Brecht! Tendría que cobrar derechos de autor. Y no a Dylan, sino a otros. Por ejemplo, a este hijo de Gadafi, un mal actor que representa a Maki Navaja y amenaza con su traje a rayas y su ametralladora escondida a los pobres libios. O a ese Mubarak, invocando las grandes palabras de honor, soldado, patria, mientras transfiere sus últimos dólares a paraísos fiscales. Por no hablar de los ministros franceses en los hoteles de la tranquila Túnez, mientras los millones de jóvenes tunecinos, cansados de formarse, miran desesperados cómo cuelgan en sus casas los mejores diplomas del mundo árabe para ir al mismo paro que todos los demás jóvenes árabes.
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Alguien dijo una vez que era muy difícil jugarse la vida en los campos de batalla en defensa de un Estado que Bertold Brecht había desprestigiado de forma irreparable al identificar a sus dirigentes políticos con mafiosos. ¡Pobre Brecht! Al parecer, él era el culpable de no respetar la gloria del dirigente infalible del Estado, heredero de otras infalibilidades. Lo pagó caro. Huyendo de los nazis, llegó a Estados Unidos y se puso en la cola de la inmigración. Cuando el delegado de fronteras le tomó el nombre y le preguntó qué sabía hacer, sólo se le ocurrió decir que era guionista. Lo era. Con el tiempo, un confuso adolescente llamado Bob Dylan escuchó en un teatro neoyorkino a la misma Lenya cantar Pirate Jenny, la Canción del pirata de su Ópera de tres peniques y le inspiraría una de sus primeras canciones, Los tiempos están cambiando. ¡Pobre Brecht! Tendría que cobrar derechos de autor. Y no a Dylan, sino a otros. Por ejemplo, a este hijo de Gadafi, un mal actor que representa a Maki Navaja y amenaza con su traje a rayas y su ametralladora escondida a los pobres libios. O a ese Mubarak, invocando las grandes palabras de honor, soldado, patria, mientras transfiere sus últimos dólares a paraísos fiscales. Por no hablar de los ministros franceses en los hoteles de la tranquila Túnez, mientras los millones de jóvenes tunecinos, cansados de formarse, miran desesperados cómo cuelgan en sus casas los mejores diplomas del mundo árabe para ir al mismo paro que todos los demás jóvenes árabes.
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