Vaya por delante que mi ignorancia en materia musical es devastadora. Yo soy básicamente un amante del rock and roll, uno de esos descerebrados para quienes la música que importa nació con los Beatles y Bob Dylan, a lo sumo con Elvis y Chuck Berry. En cuanto a la música clásica, sólo me gustan de verdad algunas piezas sueltas de Verdi, de Offenbach y de gente así; todo lo demás me interesa poco. Todo salvo dos cosas: Bach y Mozart (de joven también me gustó mucho Wagner, aunque sólo a partir del tercer porro). Ahora bien, es evidente que preguntarse si Bach fue un hombre feliz no tiene el menor sentido: basta escuchar una vez las Variaciones Goldberg o el Magnificat para aceptar que el autor de esa música parece que haya visto a Dios, y que un tipo así no puede ser desdichado. En cuanto a Mozart, sus biógrafos nos hablan de una vida catastrófica y una muerte miserable, pero ¿es que a alguien con dos dedos de frente puede ocurrírsele que, por muchas desgracias que padeciera, el tipo que compuso La flauta mágica o el Concierto para piano y orquesta número 14 no ha sido feliz, incalculablemente feliz, al menos mientras las compuso? Clément Rosset ha argumentado que la música es en esencia un arte vitalista, que toda música contiene una afirmación de la vida; o, dicho de otro modo: que toda música -por negativa o melancólica que sea- es alegre en esencia, entendiendo la alegría como una adhesión sin resquicios a lo real, por negativo o melancólico que sea. De ahí que Cioran afirme que no existe música escéptica: aunque la duda corroa la realidad, la música vive a resguardo de la duda; y quien vive a resguardo de la duda vive a resguardo de la negación, y quien vive a resguardo de la negación vive a resguardo del miedo, y quien vive a resguardo del miedo vive a resguardo de la desdicha. Y de ahí que Mozart sólo haya podido ser un hombre dichoso.
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